lunes, 16 de septiembre de 2013

30. La última creación de Diogenisio

Leer el cuento
Mitos y leyendas fue el siguiente objetivo que nos marcó la jefa de taller. Pero... si esos géneros narrativos están pasados de moda, adujimos. ¿Quién lee ese tipo de literatura? Yo, no. Claro que, sacándome de la novela, doy poco más de mí.

Los mitos son un tipo de relato que trata de explicar misterios relativos al origen del mundo, de los dioses, del hombre o de las instituciones que los regulan. Cada pueblo o cultura elabora los suyos, formando su propia mitología.

Nosotros teníamos que escribir un mito antropogénico. Lo primero que se te ocurre cuando te encomiendan ese trabajo es abandonar las clases de narrativa y apuntarte a aeróbic o a pilates. Pero cuando recapacitas, y te das cuenta que tus articulaciones no están para demasiados alardes, decides que será menos peligroso escribir un relato sobre la creación del hombre y crear tu propia mitología, acorde con la calidad de especie a que perteneces. Piensas  en nuestro mundo y en el "homo eructus", también en la "homa", que lo habita y surge “La última creación de Diogenisio”. Si lees el cuento, adivinarás de dónde le viene el nombre a este señor, perdón, quise decir a este dios. En cuanto a las leyendas, queda pendiente, para un próximo capítulo, la publicación de “Las cinco estrellas”.

Las dudas mitológicas que rondaban mi mente cuando escribí esta cuchufleta parecen similares a las que tenían los gamberros de Siniestro Total cuando compusieron esta canción.







Una luminosa mañana, precursora de la llegada del equinoccio de las flores, paseaba Diogenisio por una de las innumerables praderas que componían su edén, emplazado en una península al sur de la cordillera gobernada por Pyrene, diosa de las altas montañas.

Orgulloso de su paraíso, cada mañana se deleitaba contemplando el paisaje nacido de su propia energía, aunque,  con el paso de los siglos, iba notando cómo su paseo matutino se hacía un poco menos llevadero, debido principalmente  al exceso de masa que iba lentamente acumulando en su divino organismo.

Advirtió los brillos que la luz del alba reflejaba sobre la hierba y, aún harto de convivir con ello, reparó por primera vez en la cantidad de porquería que había depositada en el prado en que habitaba. Decidió que ya era hora de hacer una limpieza.

 Las bellas extensiones de Diogenisio estaban colmadas de toda clase de árboles: ornamentales, aromatizantes, leñosos, frutales y otras originales variedades.

Dentro de su actividad divina, había dedicado especial interés en la creación de especies productoras de alimentos: los bovinos, con sus jugosas carnes y su nutritiva leche; los ovinos, de los que producía sabrosos quesos; los porcinos, de los que curaba sus patas con maestría; los peces, que se le arrimaban en los ríos para ser pescados; los naranjos, manzanos, perales y vides, que le proporcionaban sus mejores frutos, y los árboles ultramarinos, que concibió cuando empezó a aburrirse de sus anteriores inventos.

A Diogenisio le divertía idear árboles de esta última especie. Una de sus categorías predilectas era la de los bollacos, a la que pertenecía el panricoquero, que producía donusius en verano y bollicones en invierno. Otra subespecie era la de los bebestibles, donde destacaba la mau, que le liberaba de la sed después de comer los frutos de los chucherios, que producían doritios, risquetinas y bocabios. Existían otras diversidades, como los piscolabios, las cocalias, los pascuálidos y los simonáceos.

Este tipo de árbol tenía un gran inconveniente. Cada fruto nacía con su correspondiente envoltorio, de plástico, papel, metal, que Diogenisio arrojaba por donde le venía en gana. Su cabaña, donde solía cobijarse cuando las grandes lluvias, tenía tal capa de restos y envases que apenas le permitía moverse, a pesar de su gran envergadura.

Esa luminosa mañana decidió que tenía que limpiar su pradera favorita. Ayudado de los animales de dicho hábitat, cumplidores siempre de sus divinos designios, recogieron toda la basura que encontraron y la acumularon en dos montones. Diogenisio estaba dispuesto a encender una hoguera, cuando el viento del sur precipitó una inesperada tormenta que descargó una gran cantidad de agua sucia de polvo del desierto.

El hacedor se refugió en su cabaña, que seguía inmunda, pues nadie se preocupó de adecentarla. Almorzó una pierna de cordero, acompañada de simonáceos y bollacos. Después, se tumbó sobre la alfombra de restos y reposó la comida, hasta que la lluvia cesó.

Volvió a los dos montones  de desperdicios, que encontró totalmente embarrados. Al no poder prenderlos, empezó a jugar con las montoneras, modelando, sin pretenderlo, unas figuras con una forma que le pareció graciosa, semejante a su imagen, pero de tamaño más reducido. Una vez perfiladas, procedió a recoger los restos que quedaban en el suelo, llenándose las manos, pegando los dos pegotes en la parte superior de uno de los cuerpos, el más curvilíneo.

Satisfecho de su nueva invención, decidió que, dentro de una especie superior, a la que llamó la de los homínidos,  daría vida a sus retoños, que podrían hacerle gran compañía. Reparó en una piltrafa que quedaba en el suelo y la pegó allí donde se juntaban las extremidades inferiores del cuerpo más rectilíneo.

Al fin, dio la luz a sus dos esculturas. Éstos se miraron mutuamente; observaron con sorpresa a su hacedor; advirtieron los árboles ultramarinos y corrieron a recoger sus frutos y atiborrarse de ellos, arrojando los envoltorios sobre la hierba. Una vez hartos de comer y beber volvieron junto a Diogenisio. Éste les preguntó que cómo se encontraban y aquéllos, con cara de imbéciles, no pudieron más responder con una exhibición de aerofagia.

Diogenisio, interpretando el futuro que podría esperarle junto a los homínidos, sobre todo cuando empezaran a procrear, decidió abandonar su paraíso y ascender hasta una altura que le permitiera controlar su creación. Aunque, con el paso del tiempo, dejó de prestarles la suficiente atención.

Siguiente entrada              

3 comentarios:

  1. Hola, Cuentón:

    Sería de una pedantería inimaginable negar que la creación del mundo no haya sido como la que propones a manos de Diogenisio.

    Saludos cordiales.

    Aldade

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. La verdad es que yo era muy pequeño cuando se creo la especie humana, pero si no fue así, al menos, parece que se ha convertido en algo parecido.

      Un saludo, Aldade.

      Cuentón.

      Eliminar
  2. Hola, te invito a que participes en nuestro I concurso de relatos "El club de las lectoras". Puedes encontrar las bases de participación en http://elclubdelaslectoras.blogspot.com
    Un saludo

    ResponderEliminar

Espero tu comentario