Creo que las nuevas tecnologías son un caldo de cultivo para narradores
impostores y cuentistas tontos. El Word (además de cambiarte el texto a
traición) te corrige las faltas y te facilita sinónimos; la Wikipedia te da
información, real o discutible, de casi todo lo que necesites; puedes buscar
textos e imitarlos o plagiarlos. Por eso, me atreví a escribir. No me veía yo
rodeado de todo tipo libros para documentarme, ni pasando una tarde entera en
la biblioteca. Definitivamente, soy un cuentista, además de tonto, impostor.
Tenía que escribir un cuento donde dos mujeres, con personalidades
opuestas, se pierden en la nieve. Hotel
Los Ibones empezó llamándose Maneras
de vivir. A la jefa le pareció que relataba una road movie, que carecía de
cualquier dramatismo. Me lo hizo repetir, pero nunca me dijo, después, que le
pareció. Prefiero no imaginarlo.
El cuento transcurre por la zona de Benasque, donde nunca he
estado, pero que, gracias a Google Maps,
pude imaginar.
Como no tengo fotos de la
zona, voy a poner un enlace con una casa rural de mis primos y, de paso, les
hago un poco de publicidad.
—Ya estamos
llegando al desvío que nos llevará al hotel —dijo Marga—. ¡Mira, una señal de
Los Ibones a la izquierda!; espero que el hotel sea menos cutre que la indicación.
—Ya era hora —añadió
Pili—, está empezando a anochecer y está todo nevado.
Giraron por donde
indicaba la señal y continuaron durante dos kilómetros, hasta que el coche empezó
a patinar. No tuvieron más remedio que poner las cadenas; no contaban con ello;
ninguna de las dos las había puesto antes. Intentó hacerlo Marga y no pudo; al
final lo consiguió Pili. Estuvieron a punto de darse la vuelta, pero una
especie de magnetismo hacia ese lugar les hizo continuar.
Apenas consiguieron
conducir un kilómetro más, en lo que invirtieron veinte minutos. Habían apagado
la música y, durante ese tramo, ninguna
de las dos se atrevió a abrir la boca, como si por hablar, el coche se pudiera
vencer a la izquierda y empezará a dar vueltas de campana hasta el pinar que se
vislumbraba más abajo.
Llegaron a un
cruce de caminos, donde una nueva señal apuntaba en dirección al hotel, y allí,
donde menos estorbó, aparcaron el coche; la calzada era ya intransitable. Se calzaron
las botas, cogieron las mochilas, una linterna y siguieron la indicación.
—Espero que no
esté muy lejos — dijo Marga.
—A lo mejor…
prefieres que nos volvamos —insinuó Pili con un tono algo retador.
—Después de conducir
seiscientos kilómetros no vamos a dar la vuelta, por mí, podemos continuar —alegó
seria su compañera.
Marga tiene 32 años;
es alta, esbelta; es una de las socias de un despacho de abogados; vive en un
apartamento en Chamberí; lleva una vida saludable y procura seleccionar sus
compañías. Le faltan pocos meses para casarse con Fernando, hermano mediano de
Nicolás y Leandro. Le encanta Norah Jones.
Al poco rato,
Marga perdió el equilibrio, de forma que al caer se dobló la muñeca izquierda,
lo que le hizo dar un ahogado grito de dolor.
Pili la observaba
de reojo mientras la adelantaba por la derecha. Unos metros adelante se paró a
esperarla, pensando en lo poco curtida que estaba su acompañante.
Marga no quería
quejarse, pero el dolor se hacía cada vez más intenso. Pili se había dado
cuenta de que las lágrimas que surcaban
su cara no eran por el frío. Siguieron caminando un buen rato, hasta que la accidentada
se sentó en una roca, se quitó con sumo cuidado el guante izquierdo y pudo
verse un hueso que sobresalía más de la cuenta.
.—Trae que vea esa
mano —dijo Pili, que había retrocedido hasta su altura.
—¿Qué vas a hacer?
—preguntó Marga.
—No te preocupes;
a ver esa mano.
Un aullido quebró
el silencio de la noche.
—¿Qué has hecho,
animal?
—Intenta mover la
mano — inquirió Pili.
—¡Sí, puedo
moverla!; me sigue doliendo, pero menos.
Pili se casó con
Leandro cuando acababa de cumplir los veinte, estando embarazada de su hijo
mayor, que ahora tiene 21 años; su otra hija tiene 15. Acabó la EGB , aunque ella no lo sabe,
porque nunca pasó a recoger las notas de octavo; trabaja de chica para todo en
un colegio de Villaverde Bajo, su barrio; es bajita y rellenita, aunque sin
llegar a estar gorda; Es una rockera empedernida y se apunta a un bombardeo. Adora
a Rosendo Mercado.
—Eres sorprendente
—afirmó Marga—, sabes poner cadenas, dar
masajes…
—Ya sé que soy inculta
y ordinaria, pero algunas cosas no se me dan mal, aunque no haya hecho ningún
master de esos que tanto hacéis ahora, que dejé el colegio para trabajar.
—Está claro que lo
más importante no se aprende en la universidad — concluyó Marga.
Siguieron
caminando, sin apenas conversar, ya que las mujeres no se tenían mucha
confianza y eran conscientes de su poca afinidad.
Después de avanzar
más de un kilómetro, cuando el cansancio hacía mella en sus piernas, vieron
otra señal del Hotel Los Ibones al lado de un chamizo, entre dos caminos; pero
no indicaba con claridad cuál de ellos deberían seguir. Discutieron sobre la conveniencia
de pedir información, pues a Marga no le gustaba nada el sitio, así que esperó
afuera, sentada en un bordillo que había en una de las paredes laterales del
cobertizo, pasando Pili a preguntar.
—Buenas noches, ¿podría decirme si voy bien para el Hotel Los
Ibones?
—Pase un momento,
que le enseño un plano —dijo el viejo habitante del lugar, que miró con
disimulo si había alguien en el exterior; se acercó a un sucio mueble y cogió la
escopeta allí apoyada—. Mejor que aquí, guapa, no vas a pasar la noche en
ningún hotel.
—¡¿Pero qué va a
hacer?! —gritó lo suficiente para que pudiera ser oída por Marga.
Ésta escuchó el
gritó de Pili y cogió uno de los leños que había en el poyete, acercándose temblorosa
al quicio la puerta, donde vio al hombre de espaldas, que apuntaba a su presa, impidiéndole
la salida; y, cuando iba darle el golpe en la cabeza, cedió su mano herida y
soltó el madero, lo que hizo que el viejo se volviera, aprovechando Pili para
atacarle, dándole un cabezazo tan fuerte en el abdomen, y de refilón a la
escopeta, que le tiró al suelo; Marga,
sin pensarlo, le pisó la cabeza, lo que sirvió a Pili para quitarle el arma y
apuntarle, sin tener ni idea de cómo usarla. No obstante, el viejo obedeció las
órdenes de las mujeres, ya que el fusil siempre lo mantenía cargado.
No había cobertura
telefónica, por lo que no pudieron avisar a la policía; así que decidieron
atarle con una soga a la mesa de piedra que presidía aquella estancia; lo hizo
Pili, pues Marga no podía utilizar la mano izquierda, aunque sí pudo apuntarle
con la escopeta, apoyándola, como pudo, en el antebrazo. La sangre brotaba de
la coronilla de Pili, golpeada con el cargador del fusil.
Trémulas y desconcertadas
salieron al exterior, gimoteando, sin saber qué camino tomar, el de la derecha,
el de la izquierda o el de vuelta, cuando a Marga le pareció atisbar una luz a
unos quinientos metros, por lo que decidieron seguir; estaban asustadas y exhaustas,
además con una carga adicional, la escopeta.
Veinte minutos más
tarde, cuando ya casi se tenían que agarrar la una a la otra para no caerse del
agotamiento, llegaron a la casa; se acercaron y pudieron ver una tablilla en la
pared donde, escrito en letras verdes y rojas, pudo leer Pili, casi sin
aliento:
—Refugio de Estós;
aquí nos quedamos. ¡Qué den por culo al hotel!
Abrieron la
puerta, sin apenas fuerza para hacerlo, y se encontraron a un montón de
chavales mirándolas y riendo, con una pancarta encima de sus cabezas que rezaba
“Bienvenidas cuñadas”, y detrás de ellos apareció la cabeza de Nicolás. Las
mujeres, aturdidas, no podían creer lo que estaban viendo.
—¡Bienvenidas al
Hotel Los Ibones! —anunció Nicolás—. Unos mullidos sacos de dormir y un hermoso
baño compartido os esperan; y además los chicos os van a preparar una chuletada que os vais a chupar
los dedos. Eso sí, no nos atraquéis —dijo al percatarse de que venían armadas.
Las mujeres
contaron todo lo sucedido, lo que hizo al chico sentirse despreciable. Ni
siquiera había previsto que la nevada del día anterior hiciera tan
impracticable el camino, que tuvieran que abandonar el coche. Él que había urdido
el plan para que en uno de sus juegos, tras las campanadas de fin de año, les
tocara como premio una noche en el imaginario Hotel Los Ibones. A ellas, Pili y
Marga, que eran tan distintas, las que menos congeniaban, las que nunca
hablaban entre sí.
Vendaron la muñeca
de Marga y curaron la brecha de Pili; se pusieron cómodas, descansaron un rato,
se relajaron y comieron chuletas hasta saciarse. Después tomaron café y unos
chupitos de aguardiente de la montaña. Nicolás les explicó el plan previsto
para el día siguiente, harían una tranquila excursión por los ibones, pequeños
lagos, helados en esa época. Después se encargarían del viejo.
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